El águila y la tortuga

Érase una vez una tortuga que vivía muy cerca de donde un águila tenía su nido. Cada mañana observaba a la reina de las aves y se moría de envidia al verla volar.
¡Qué suerte tiene el águila! Mientras yo me desplazo por tierra y tardo horas en llegar a cualquier lugar, ella puede ir de un sitio a otro en cuestión de segundos ¡Cuánto me gustaría tener sus magníficas alas!
El águila, desde arriba, se daba cuenta de que una tortuga siempre la seguía con la mirada, así que un día se posó a su lado.
¡Hola, amiga tortuga! Todos los días te quedas pasmada contemplando lo que hago ¿Puedes explicarme a qué se debe tanto interés?
Perdona, espero no haberte parecido indiscreta… Es tan sólo que me encanta verte volar ¡Ay, ojalá yo fuera como tú!
El águila la miró con dulzura e intentó animarla.
Bueno, es cierto que yo puedo volar, pero tú tienes otras ventajas; ese caparazón, por ejemplo, te protege de los enemigos mientras que yo voy a cuerpo descubierto.
La tortuga respondió con poco convencimiento.
Si tú lo dices… Verás, no es que me queje de mi caparazón pero no se puede comparar con volar ¡Tiene que ser alucinante contemplar el paisaje desde el cielo, subir hasta las nubes, sentir el aire fresco en la cara y escuchar de cerca el sonido del viento justo antes de las tormentas!
La tortuga tenía los ojos cerrados mientras imaginaba todos esos placeres, pero de repente los abrió y en su cara se dibujó una enorme sonrisa ¡Ya sabía cómo cumplir su gran sueño!
Escucha, amiga águila ¡se me ocurre una idea! ¿Qué te parece si me enseñas a volar?
El águila no daba crédito a lo que estaba escuchando.
¿Estás de broma?
¡Claro que no! ¡Estoy hablando completamente en serio! Eres el ave más respetada del cielo y no hay vuelo más estiloso y elegante que el tuyo ¡Sin duda eres la profesora perfecta para mí!
El águila no hacía más que negar con la cabeza mientras escuchaba los desvaríos de la tortuga ¡Pensaba que estaba completamente loca!
A ver, amiga, déjate de tonterías… ¿Cómo voy a enseñarte a volar? ¡Tú nunca podrás conseguirlo! ¿Acaso no lo entiendes?… ¡La naturaleza no te ha regalado dos alas y tienes que aceptarlo!
La testaruda tortuga se puso tan triste que de sus ojos redondos como lentejitas brotaron unas lágrimas que daban fe de que su sufrimiento era verdadero.
Con la voz rota de pena continuó suplicando al águila que la ayudara.
¡Por favor, hazlo por mí! No quiero dejar este mundo sin haberlo intentado. No tengo alas pero estoy segura de que al menos podré planear como un avión de papel ¡Por favor, por favor!
El águila ya no podía hacer nada más por convencerla. Sabía que la tortuga era una insensata pero se lo pedía con tantas ganas que al final, cedió.
¡Está bien, no insistas más que me vas a desquiciar! Te ayudaré a subir pero tú serás la única responsable de lo que te pase ¿Te queda claro?
¡Muy claro! ¡Gracias, gracias, amiga mía!
El águila abrió sus grandes y potentes garras y la enganchó por el caparazón. Nada más remontar el vuelo, la tortuga se volvió loca de felicidad.
¡Sube!… ¡Sube más que esto es muy divertido!
El águila ascendió más alto, muy por encima de las copas de los árboles y dejando tras de sí los picos de las montañas.
¡La tortuga estaba disfrutando como nunca! Cuando se vio lo suficientemente arriba, le gritó:
¡Ya puedes soltarme! ¡Quiero planear surcando la brisa!
El águila no quiso saber nada pero obedeció.
¡Allá tú! ¡Que la suerte te acompañe!
Abrió las garras y, como era de esperar, la tortuga cayó imparable a toda velocidad contra el suelo ¡El tortazo fue mayúsculo!
¡Ay, qué dolor! ¡Ay, qué dolor! No puedo ni moverme…
El águila bajó en picado y comprobó el estado lamentable en que su amiga había quedado. El caparazón estaba lleno de grietas, tenía las cuatro patitas rotas y su cara ya no era verde, sino morada. Había sobrevivido de milagro pero tardaría meses en recuperarse de las heridas.
El águila la incorporó y se puso muy seria con ella.
¡Traté de avisarte del peligro y no me hiciste caso, así que aquí tienes el resultado de tu estúpida idea!
La tortuga, muy dolorida, admitió su error.
¡Ay, ay, tienes razón, amiga mía! Me dejé llevar por la absurda ilusión de que las tortugas también podíamos volar y me equivoqué. Lamento no haberte escuchado.
Así fue cómo la tortuga comprendió que era tortuga y no ave, y que como todos los seres vivos, tenía sus propias limitaciones. Al menos el porrazo le sirvió de escarmiento y, a partir de ese día, aprendió a escuchar los buenos consejos de sus amigos cada vez que se le pasaba por la cabeza cometer alguna nueva locura.
Moraleja: La tortuga despreció la advertencia de su prudente amiga y las consecuencias fueron desastrosas. Esta fábula nos enseña que en la vida, antes de actuar, debemos valorar los consejos de la gente buena y sensata que nos quiere.
Las ranitas
Una mañana húmeda y soleada, un grupo de verdes y dicharacheras ranitas salió al bosque a dar un paseo. Eran cinco ranas muy amigas que, como siempre que se juntaban, iban croando y dando brincos para divertirse.
Desafortunadamente, lo que prometía ser una alegre jornada se truncó cuando dos de ellas calcularon mal el salto y cayeron a un tenebroso pozo.
Las otras tres corrieron a asomarse al borde del agujero y se miraron compungidas. La más grande exclamó horrorizada:
¡Oh, no! ¡Nuestras amigas están perdidas, no tienen salvación!
Negando con la cabeza empezó a gritarles:
¡Os habéis caído en un pozo muy hondo! ¡No podemos ayudaros y no intentéis salir porque es imposible!
Las dos ranitas miraron hacia arriba desesperadas ¡Querían salir de ese oscuro túnel vertical a toda costa! Empezaron a saltar sin descanso probando de todas las maneras posibles, pero la distancia hacia la luz era demasiado grande y ellas demasiado pequeñitas.
Otra de las ranas que las observaba desde la boca del pozo, en vez de animarlas, se unió a su compañera.
¡Es inútil que malgastéis vuestras fuerzas! ¡Este pozo es tremendamente profundo!
Las pobres ranitas continuaron intentándolo pero o no llegaban o se daban de bruces contra las resbaladizas paredes cubiertas de musgo.
La tercera rana también insistió:
¡Dejadlo ya! ¡Dejad de saltar! ¿No veis que vais a haceros daño?
Las tres hacían aspavientos con las patas y chillaban todo lo que podían para convencerlas de fracasarían en el intento. Finalmente, una de las dos ranitas del pozo se convenció de que tenían razón y decidió rendirse; caminó unos pasos, se acurrucó en una esquina y se abandonó a su suerte.
La otra, en cambio, continuó luchando como una jabata por salir a la superficie. Estaba sudorosa y agotada pero ni de broma pensaba resignarse. En vez de eso, paró unos segundos para recobrar fuerzas y concentrarse en su objetivo. Cuando se sintió preparada, aspiró todo el aire que pudo, cogió carrerilla y se impulsó como si fuera una saltadora olímpica. El brinco fue tan rápido y exacto, que lo consiguió ¡Cayó sobre la hierba sana y salva!
Una vez afuera su corazón seguía latiendo a mil por hora y casi no podía respirar a causa del tremendo esfuerzo que había hecho. Sus amigas le abanicaron con unas hojas y poco a poco se fue relajando hasta que recuperó la tranquilidad y se acostumbró a la cegadora luz del sol. Cuando vieron que ya podía hablar, una de las tres ranas le dijo:
¡Es increíble que hayas podido salir a pesar de que os gritábamos que era una misión imposible!
Ella, muy asombrada, le contestó:
¿Estabais diciendo que no lo intentáramos?
¡Sí, claro! Nos parecía que jamás lo conseguiríais y queríamos evitaros el mal trago de fracasar.
La rana suspiró.
¡Uf! ¡Pues menos mal que como estoy un poco sorda no entendía nada! Todo lo contrario ¡Os veía agitar las manos y pensaba que nos estabais animando a seguir!
Gracias a su sordera la rana no escuchó las palabras de desaliento y luchó sin descanso por salvar su vida hasta que lo logró.
La otra ranita, que sí se había rendido, vio el triunfo de su amiga y volvió a recuperar la confianza en sí misma. Se puso en pie, se armó de coraje y también aspiró una gran bocanada de aire; después, con una potencia más propia de un puma, se propulsó dando un salto espectacular que remató con una doble voltereta.
Sus cuatro amigas la vieron salir del pozo como un cohete y se quedaron pasmadas cuando cayó a sus pies. La reanimaron igual que a su compañera y cuando se encontró bien, se marcharon a sus casas croando y dando brincos como siempre.
Moraleja: Muchas veces dejamos de creer en nosotros mismos, dejamos de creer que somos capaces de hacer cosas, porque los demás nos desaniman. Confía siempre en tus capacidades y lucha por tus sueños. Casi nada es imposible si pones en ello todo tu corazón.